Flumbus miraba a Tiqui con lo que el viejo mago debía considerar una sonrisa amistosa. Para su aprendiz, sin embargo, esa sonrisa era sinónimo de problemas.
—¡Hoy vamos a hacer algo diferente! —exclamó el maestro con una energía poco habitual en él—. ¡Hoy vamos de excursión!
Tiqui por un momento se sintió tentado de alegrarse. ¿Una excursión? Eso podía sonar incluso divertido. Pero conociendo a su mentor, las cosas no saldrían como él se imaginaba.
—Qué bien, maestro… —dijo en lo que esperaba que fuese una muestra de excitación—. ¿Y a dónde vamos?
La sonrisa de Flumbus se ensanchó tanto que casi se le podían ver los dientes tras la poblada barba.
—A un lugar lleno de misticismo. Un sitio donde la magia arcana navega a sus anchas, saltando entre las infinitas dimensiones. Un sitio donde lo probable se hace improbable, lo posible, inútil, lo imposible creíble y lo increíble —asintió para dar fuerza a esa última afirmación—, súper increíble.
Tiqui torció la expresión. Sabía dónde acababa aquello.
—No, por favor, maestro. Otra vez no…
—¡Si! Otra vez sí —Flumbus le miraba con una sonrisa felina y los ojos abiertos de par en par.
Antes de siquiera tener tiempo de protestar, que de todas formas de poco habría servido, Flumbus y Tiqui se encontraban en el Gran Casino de Montecardio. Se trataba del salón de juegos por antonomasia. El lugar estaba plagado de magos ataviados con las tradicionales chanclas del gremio superpuestas a los comunes calcetines blancos que canalizaban gran parte de su poder. También había hechiceras que habían tenido la decencia de vestirse con impresionantes vestidos de largo corte y aún más largo escote. Normalmente iban mucho más provocativas. Y por último, veías a los brujos. A ellos se les distinguía con facilidad porque solían ir acompañados de un pequeño ejército de muertos vivientes que les reían todas las gracias a sus amos.
Flumbus se puso en marcha sin siquiera avisar a su atormentado alumno. Al instante se encontraba en la recepción cambiando un lagarto muerto por su equivalente en fichas. Esa noche iba en serio.
Normalmente el anciano, según Tiqui, era… más recio. Incluso algunos habrían dicho que algo aburrido. Puede que incluso en alguna ocasión lo hubiese definido como un muermo absoluto. Pero las noches de casino le transformaban.
—Ahora toca la mejor parte, ¿eh, Tiqui?
—Sí, maestro —suspiro el alumno.
El Gran Casino de Montecardio se caracterizaba porque tenías que subir corriendo la montaña que confeccionaba el casino en sí. Si llegabas arriba te dejaban participar en una rifa en la que podías ganar o un peluche de Marmagadoth, el Devorador de Realidades, o un perito de seguros de aviación al que llamaban perito piloto.
Por la cantidad de fichas que su maestro había adquirido, temía que hoy no se iban a ir sin al menos uno de los dos premios.
Resignado, Tiqui empezó a correr de forma patética hacia la cima de aquel monte. Su maestro pasó a su lado rápido como una centella mientras gritaba como un demente. Claro, aquello era más fácil si usabas el hechizo de corredor nato, o como se conocía en el mundillo, el Usadín Bolt. Era un hechizo muy básico, por lo que estaba ya desgastado de tanto uso.
Pero por supuesto, a Tiqui no le permitían usarlo. Los estudiantes tenían prohibido el uso de magia fuera de su lugar de aprendizaje. En un intento de sortear la norma, una vez le dijo a su maestro “pero es que mi escuela es el mundo”, y Flumbus replicó “y tu madre también parece uno, pero no lo es”, dejando claro así que no le dejaría usar magia en el exterior de su habitual castillo.
Cuando Tiqui llegó a la cima envuelto en sudor y resoplando con fuerza, su maestro estaba sentado en un banco con la cabeza entre las manos mientras negaba.
—Todo… Lo he perdido todo… —le oyó murmurar cuando se aceró a su lado.
Cuando Flumbus se percató de su presencia levantó hacia él la mirada enloquecida y le agarró del cuello de la camisa.
—¡Tiqui! ¡Qué alegría verte! Oye, no tendrás por ahí un lagarto de sobra. No hace falta que sea un lagarto entero. Uno a medias me vale. ¡Te lo ordeno! ¡Dame un lagarto! ¡Una lagartija! ¡Un insecto podrido!
—Pero maestro —respondió asustado Tiqui—, yo no he traído nada…
Flumbus se desinfló al comprender que estaba pidiendo a su alumno una cantidad de dinero imposible para un chico de su edad. Le soltó y dedicó los siguientes instantes a recomponerse. Se irguió con dignidad y con la mirada fiera dijo:
—Vámonos Tiqui, este sitio es para perdedores.
Al instante estaban de nuevo en su conocido castillo. En concreto en su habitación.
—Perdóname, Tiqui, no tendría que haberte llevado así al casino. Ha sido una irresponsabilidad por mi parte.
Tiqui dio un respingo. No estaba acostumbrado a que su maestro pidiese disculpas.
—No pasa nada, maestro.
—No te preocupes, no volverá a pasar. La próxima vez llévate el lagarto de prácticas que te regalé.